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Una mirada en el abismo

Eran las dos con cinco de la madrugada y el viento soplaba con ligereza, a pesar de lo cual su roce con la piel se sentía helado y cortante. Afuera no había más ruido que el de los grillos en el jardín, y a lo lejos se expandía el eco de los molestos ladridos que un perro dirigía a la nada.


Dando desesperadas volteretas sobre la cama cada dos minutos en una amplia habitación, se encontraba Enzo.


Enzo tenía 27 años, pero no obstante su juventud y fortaleza física, cargaba casi todo el tiempo -sí, "casi" porque a veces, sólo a veces, podía estar tranquilo mientras dormía- con una actitud apesadumbrada, melancólica y en ocasiones airada; era una persona especialmente minuciosa, y siempre tenía algo por lo que rechistar, algo que corregir y, en general, algo por qué quejarse.


Aquélla noche, este joven se retorcía de un lado a otro de su cama sin poder concebir el sueño, pues le aquejaba un terrible malestar estomacal, y en ocasiones no sabía distinguir entre el lejano eco de los ladridos de ése maldito perro, y el sonido de sus tripas sufriendo retortijones.

Como era ya inherente a su naturaleza, no pasó mucho tiempo antes de que arrojara una queja contra la existencia al aire:


-Qué mierda, no es posible que siempre haya algo que me impida estar en paz... Schopenhauer tenía razón: "la vida es constante sufrimiento".


Enzo se levantó y se dirigió al baño para remojarse la cara y para tomar una Buscapina con un vaso de agua. De vuelta en su habitación, sus oídos captaron un sonido extraño que sucedió en el instante en el que su puerta se cerraba, y no pudo distinguir exactamente lo que fue. Esto, sin duda alguna, también fue motivo de una queja compulsiva dentro de sí:


-¿Será que la suerte existe? Si es así, tengo la más jodida de todas las suertes -pensó entonces.


Aunque su estado irritable no era preferible, por lo menos le distrajeron durante varios minutos de su estómago dolorido.

Cavilando sobre lo miserable que era su vida, y sobre las nimiedades que afectaban su ánimo sin cesar, volvió a escuchar el raro sonido de antes, tan cercano que resultaba escalofriante. Permaneció en completa inmovilidad, y tan concentrado en escuchar con atención que inconscientemente contenía la respiración; no pasaron ni diez segundos cuando percibió nuevamente ése ligero chirrido y un rápido golpeteo cuya fuente no tardó en determinar como su propio techo.

Pensando en lo que podría estar ocurriendo, y figurando con rapidez desde las teorías más lógicas hasta las más descabelladas, adentró su mirada en la oscuridad de la habitación mirando hacia el techo, sin más iluminación que el tenue halo de luz emitido por el farol situado a unos seis metros frente a su ventana, y difuminado todavía más por las cortinas que la cubrían. Entrecerraba los ojos en un gesto de concentración para poder distinguir lo que sea que produjera ése ruido, pero lo que vino a continuación fue causa de la más profunda e indescriptible sensación de terror que alguien pudiese experimentar. Ante él apareció un rostro blanco como el mármol, con dos agujeros de negrura y profundidad abismal en el lugar de los ojos; era una cara inexpresiva, pues no poseía nariz ni boca; el cuerpo de ésta entidad era casi inmaterial: no era vapor, tampoco era humo... era una especie de energía tan potente que podía se percibido por la vista humana -cuando hace demasiado calor por la tarde, y uno logra ver a lo lejos sobre el suelo cómo ondula la oleada de calor que despide el concreto, de la misma forma se constituía lo que fuera el cuerpo de aquella cosa-.

Su figura era humanoide, de complexión larga y robusta, con los brazos llegando apenas a la altura de la cadera, las rodillas semi-flexionadas y una sutil curvatura en la espalda. En primera instancia, y aunado a su repentina y brusca aparición, su aspecto producía el más puro e insondable sentimiento del horror.

En la dirección hacia la que apuntaban aquéllos recónditos círculos negros, se hallaba completamente petrificado por el miedo el infeliz muchacho.

A lo largo y ancho de la habitación se esparcía la misma energía de la que se conformaba la imponente criatura, trazando líneas irregulares que se movían constantemente, y todo era borroso por donde hacían su recorrido: la percepción del espacio era ridículamente imposible, y sin embargo estaba ante los ojos de Enzo.


No obstante la brutal sorpresa que alteró por un momento sus sentidos, Enzo emitió solamente un gemido salido desde lo más hondo: un sonido ahogado por el nudo que se le hizo en la garganta, pero lo suficientemente claro para saber que ése susto pudo haberlo matado literalmente.


Cuando comenzó a recuperar la conciencia, un torrente de pensamientos aturdían su entendimiento impidiéndole actuar concreta y sensatamente: ¿Qué era eso ante lo que se encontraba? ¿Qué estaba sucediendo? ¿Era real? Y de ser así, ¿estaba por encontrar el fin de su existencia?

Pero antes de que su lengua pudiera configurar cualquier palabra inteligible, emanó desde una profundidad desconocida, desde dentro de su cabeza y a la vez como eco que retumbaba desde el suelo, el techo, las paredes e incluso desde fuera de su ventana hacia su interior, la voz de la criatura misteriosa y de aire malvado que ante él se había manifestado.

-Has tenido una vida difícil, Enzo Gottlieb. El paso de los años no ha logrado en ti sino enraizar un repulsivo pesimismo, pues entre más conoces, más motivo de queja se estructura en tu juicio.

Razón no hay para que conozcas mi naturaleza, ni las propiedades del plano al que pertenezco; solo es preciso que entiendas una cosa, y es que estoy aquí para tomar tu esencia y brindar el espacio de tu ser a un individuo en condiciones para preservar el orden de tu especie. El lugar en donde se situará tu realidad carece de causas de queja, y de motivos de alegría; no existen efecto alguno, pues tu presencia estará desprovista de capacidad de acción.

Estarás varado en un interminable espacio de nada, y no obstante las miles de millones de conciencias que yacen allí, ninguna es capaz de siquiera escucharse entre sí.

Cuando aquella cosa hubo hablado, y mientras el joven Enzo se perdía en la trascendente abstracción a que le conducía la oscuridad de los ojos de ésta, tuvo la total certeza de una sola cosa: en ése instante amaba su vida como jamás pudo siquiera esbozar que fuese posible. En aquel momento deseaba con todas las fuerzas de su todavía ser, una oportunidad para continuar en el plano de la realidad y respirar el aire siendo consciente y feliz por cada segundo que prolongaba su existir.

En un segundo desesperado, y presa de un absoluto trastorno de los sentidos en el que ya ningún pensamiento estaba completo, extendió su mano para sentir por última vez, hacia la nebulosa materia -o lo que sea que fuere- que conformaba el cuerpo del extraño ser.

Fue entonces cuando, sin poder darse cuenta de la transición de un momento a otro, se halló sólo en el centro de su habitación, sumido en la penumbra de la madrugada y dando un respingo al recobrar el aliento, cubierto en sudor, jadeando y presa de una atroz excitación. ¿Qué es lo que acababa de ocurrir? En un impulso, volvió vertiginosamente la mirada hacia el reloj que estaba sobre el buró, y este marcaba exactamente las dos de la madrugada con seis minutos y veintiocho segundos, con los números en la pantalla parpadeando y sin avanzar.

¿Había sido acaso un sueño, una alucinación? De cualquier modo estaba seguro de una cosa: a partir de ése momento tomaría cada momento de su vida como una experiencia de la que estar feliz.


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