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El misterio de la familia Montemayor

En el Siglo XVIII, alrededor del año 1738, llegó al pueblo una familia proveniente de Segovia, España. Los integrantes eran el señor Isaac Montemayor; la esposa, Isabel Santisteban; dos hijos, Héctor y Valentina (hermanos gemelos), quienes tenían entonces 17 años de edad.


Esta familia era propietaria de una cadena de textileras que gozaban de mucho prestigio en casi toda España, y esto los colocaba en una posición socio-económica muy respetable.


Poco tiempo después de haberse asentado en su nuevo hogar, una enorme mansión que se encontraba a las afueras del pueblo, alejada de la comunidad, la gente de aquí se había acostumbrado ya a vislumbrar a lo lejos, sobre el oscuro camino que conducía a la ciudad vecina, aquél monstruo arquitectónico iluminado en todos sus ventanales; y este hecho era lo único que sugería que en efecto la casona estuviese habitada.

La familia difícilmente se hacía presente entre la gente del pueblo, ya fuera en el mercado o en los festines públicos; incluso era imposible alcanzar a ver la silueta de cualquiera de los integrantes cuando, al entrar o salir del pueblo, la gente escudriñaba el palacio con minuciosas miradas.


Sin embargo, alrededor de tres meses después de su llegada, sucedió algo que a todos causaría un tremendo desconcierto, y a no pocos una profunda y supersticiosa desconfianza hacia aquélla familia y su residencia.

La hija de los señores Montemayor, Valentina, había sido apuñalada múltiples veces por la espalda, en lo que se denominó "un fallido intento por entrar a robar desde la ventana de su habitación". A pesar de lo cual, no se encontraron jamás señas de que alguien hubiese escalado hasta la ventana de la jovencita, ni mucho menos indicios de que se forzaran los barrotes que protegían los vidrios.

No obstante, los padres de la desventurada muchacha no expresaron pena ni dolor por la horrible tragedia; más bien se advertía en sus rostros una pesadumbre como de preocupación, paranoia... pareciera que estaban resignados de antemano. Solo Héctor, el hermano, se notaba auténtica y profundamente consternado, desconsolado.

Y aunado al tétrico estoicismo de los señores -que muchos calificaron de inhumana indiferencia-, estaba el hecho de que no hicieron el mínimo esfuerzo por investigar lo ocurrido, ni por encontrar al responsable de la brutal muerte de su hija.


Los pobladores mostraron su sincera aflicción respecto al hórrido evento, y también una aguda preocupación de que el responsable se encontrase libre aún entre ellos, planeando nuevas fechorías.¿Qué sería capaz de hacer semejante esperpento, si no se detuvo para cometer tan sanguinario crimen? Y sobre todo, ¿estaría aún en el pueblo, esperando el descuido de cualquiera para aprovecharse? Estas preguntas abrieron la mayoría de las conversaciones durante los primeros días después de aquél infortunio.


Poco tiempo después, los lugareños serían presas de un sobresalto y una tribulación tales, que el poblado se sumiría en un desmesurado caos.

Transcurridas tres semanas después de la muerte de la señorita Valentina Montemayor, su hermano había abandonado su rutinaria y lúgubre vida dentro de la mansión, integrándose con los jóvenes de su edad en el pueblo cada vez con mayor frecuencia; solían conversar, dar paseos por el parque y el bosque, practicar esgrima, y hasta organizar tertulias por la noche en casa de alguno de ellos.

Héctor supo ganarse la confianza de sus coetáneos sin dificultad, pues era un muchacho carismático y con muchas cualidades, y pronto entabló una fuerte amistad con la mayoría.


El día 21 de marzo, en el pueblo se organizó un convite para celebrar la llegada de la primavera, y con ella, el inicio de la época de siembra en los campos.

Héctor se hallaba emocionado, pues era la primera vez que asistiría a un evento de ésa naturaleza. Y no obstante la negativa de sus padres a participar y asistir, el noble joven proporcionó una parte considerable del banquete que se ofrecería para cenar.


Durante la fiesta, entre la muchedumbre, las bebidas y los exquisitos platillos, y con la música de los locales, se encontraba el grupo de chicos conversando y riendo con la despreocupación propia de la edad, cuando se percataron de un punto blanco que descendía con rapidez en la bóveda celeste. Transcurridos pocos segundos, pudieron notar lo que era: un gato con una roca más o menos de su tamaño atada a su espalda, descendía con estrepitosa velocidad para estrellarse en el centro de la explanada, y mientras caía, expulsaba un alarido desgarrador. Por un instante, la gente creyó que se trataba de un niño quien gritaba.

En el momento exacto antes de estamparse en las blancas lozas de marmol de la plaza, el pobre gato dejó escapar un último y penoso maullido, como si supiera que ése era su fin.

El tumulto se amontonó al rededor del triste y sangriento escenario, indignando a todos, y a muchos llenándolos de una rabia incontenible.


-¡Desgraciados! ¡Insensibles! -salían los gritos desde la multitud.


Tras un par de minutos de contemplar el lamentable cuadro, la gente empezó a dispersarse mientras se escuchaban al mismo tiempo conjeturas sobre lo que pudo haber sucedido, y maldiciones hacia quien quiera que fuese el malnacido que jugó tan cruelmente con el animal. Sin embargo, cuando se dieron la vuelta para alejarse de lo que poco antes había sido un gato completo, se toparon con una escena mucho más triste y misteriosa: el joven Héctor se encontraba tendido en el suelo con la garganta cortada, y su mirada con expresión aterrada y dolorosa fija en la nada. Alguien lo había asesinado mientras el gentío observaba órganos de gato esparcidos del otro lado, sobre la glorieta.


Más tarde, los señores Montemayor fueron avisados de lo ocurrido, y apenas llegó a sus oídos la historia que el sacerdote les relató, salieron sin dilación de su majestuoso palacio hacia el funesto lugar en donde su hijo yacía muerto.

Esta vez la gente del pueblo pudo advertir en los rostros de los aristócratas un semblante abatido por la lamentable desgracia.

Los guardias asediaron a los padres del difunto con una serie de preguntas que, en tales circunstancias, resultaban tanto fastidiosas como confusas; además de que ciertamente eran inoportunas, dado el sufrimiento que evidentemente estaban tratando de sobrellevar.

Sin embargo, la urgencia de la Guardia por esclarecer los misterios que se habían estado suscitando en torno a la familia segoviana, se debía más que nada a la presión del pueblo, y a su propio miedo supersticioso. El hecho de brindar apoyo moral y legal a los Montemayor por ser integrantes de su comunidad, pasaba a segundo término.

Después de una larga sucesión de preguntas, comentarios, conjeturas y un repaso de los acontecimientos, los guardias se ofrecieron -aunque no precisamente por solidaridad- a acompañar a los apesadumbrados esposos a su mansión, para asegurarse de que llegaran a salvo puesto que, en vista de lo sucedido, era probable que se encontraran en peligro.

Una vez que estuvieron en la residencia Montemayor, los centinelas solicitaron amablemente la entrada, con el fin de determinar si había lugares por donde los criminales que parecían acechar a su familia pudiesen entrar, y para inspeccionar discretamente las pertenencias de la familia. Esto para "averiguar" si tenían en su posesión objetos de gran valor que llamasen la atención con facilidad -y si había oportunidad, tomarlo ellos mismos-.

No obstante, tras abrir los enormes pórticos de la entrada principal se encontraron con los criados, el señor Alfonso y la señora Dolores, con el cráneo completamente destrozado.

Aparentemente alguien había entrado con mucha violencia y, con seguridad, buscando algo específico. Las mesas, las sillas, los jarrones de porcelana y las vajillas, todo había sido destruido.

El trabajo de investigación que llevaron a cabo los soldados, dio como resultado pocos minutos después el descubrimiento de una carta que se hallaba debajo de la puerta que daba al sótano, y en ella se leía lo siguiente:

"Esta pérfida familia debía sufrir, en consecuencia al dolor que causaron en el pasado. No permitiré que sobreviva un solo vástago que descienda de los hipócritas y traicioneros señores Montemayor, y si algún día se hace de conocimiento público a lo que antaño se dedicaban tan grotescas personas, el pueblo entonces agradecerá que yo me haya deshecho de ellos antes de que fuera tarde.

Después de esto, puedo asegurar que para éstas tierras no aguarda otra cosa sino desarrollo y prosperidad.

De mí no podrán averiguar nada en absoluto, y en efecto es también difícil que puedan obtener información sobre el pasado de la familia que por mis manos ha encontrado su final. Sin embargo, lo repito, si algo logran sacar en claro de este asunto, entonces sabrán que mis acciones han sido correctas y necesarias".

Cuando los soldados regresaron a la estancia principal, en donde habían dejado llorosos, abatidos y nerviosos a los señores españoles, encontraron ésta completamente sola y en silencio; las únicas figuras humanas que ocupaban éste espacio, eran los desfigurados cuerpos de los criados.

Esto causó una desesperada preocupación en los guardias, quienes ahora tenían el ánimo excitado por los terribles sucesos que habían acaecido sobre su pueblo, y por la profunda intriga que la carta anterior les había causado. Presurosos, salieron al jardín para buscar a los fugitivos, pero a pocos metros de la entrada tropezaron con sus cuerpos, acostados boca abajo sobre el pasillo de lozas de piedra lisa, con una flecha atravesando la espalda de cada uno a la altura del corazón.


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